jueves, 25 de julio de 2013

Historia de un amor de entrañas

Perro culpable con cara de "yo no fui".

Un amor de entrañas...:)



12/07/13

Historia de un amor de entrañas

Miró a su ama con ojos de miel. El pasado quedaba atrás.

 

Había sido destetado a muy temprana edad. Apenas había mamado de la leche materna. Su dueño lo compró por mucho dinero. Era un cachorro precioso, con sus orejas grandes y lacias como las hojas de un sauce llorón.

Pronto había crecido. Y comenzaron los problemas. Por instinto y naturaleza, era un perro familiero y tribal. Necesitaba del afecto humano. La mano en la cabeza, los juegos a veces torpes y bruscos que hacen los perros y los hombres. Can Can ladraba él solo como toda una jauría. Era muy expresivo. Quería comer, o beber agua fresquita, o salir a la calle a soltar sus deshechos, y ladraba, fuerte y decidido. Apabullaba, con sus ladridos…

Su dueño, estaba cansado. Llegaba del trabajo, agotado, y el perro pedía atención…era demasiado para él. La casa era pequeña, y el cachorro muy vital…mala combinación.

Y además, el perro del vecino…Can Can se encontraba con él cuando se escapaba por el portón del fondo….y la gresca era segura.  Ambos perros competían por el mismo territorio.

Hasta que un día sucedió lo previsible. Los dos perros se encontraron en el fondo. Y fue la batalla, casi fatal. Can Can—Yavú, era su nombre en esa época, “Fuerte” quiere decir en un idioma ya olvidado—mostró los dientes mientras ladraba enfurecido. El mastín del vecino contraatacó. Los dos contendientes, con toda su sangre guerrera, danzaban la danza del dominio y de la muerte. El combate era parejo. Ninguno se exponía más cerca de lo conveniente. Sabían que la lucha no tenía final feliz para los dos.

La batalla se prolongaba, y Can Can, más joven y menos experimentado, se estaba cansando. Y erró. Largó un tarascón y mordió la oreja del rival. Este sintió tocado su honor perruno. Y con su instinto de lobo, fue a la garganta de Can Can. Mordió, seguro de la victoria. Clavó profundo los colmillos certeros. El cachorrón sintió que se ahogaba. Era fuerte la presión. Dolía. Mucho. Se sintió desfallecer. Los dientes no aflojaban. Y en un momento, sucedió lo inesperado. Can Can, con todo su instinto de vida, mordió la pata trasera del perro, que le quedó cercana. Ya no cejó.

Cerró sus ojos, y vio  a la gentil mujercita que le diera leche y queso el verano pasado. Sintió sus manos amorosas en la cabeza. Y percibió, con su imaginación canina, como sus manos potentes de hembra abrían la boca de su enemigo. Se quedó aferrado a esa imagen. Y sucedió el milagro. Las fauces del contendiente comenzaron a aflojarse. Can Can, poco a poco, empezó a respirar. Soltó la pata del perro, lentamente.

Ambos animales se alejaron, la dignidad a salvo.

Goterones de sangre salían de la garganta de Can Can. La muerte lo había rozado con sus alas blancas, y él había reconocido su fibra de guerrero.

Una mosca azul y brillante sobrevolaba su cuello.

Pero eso es relato de otro cuento.

 

Emma Violeta Chauvy Barolin

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