martes, 30 de diciembre de 2014

La llegada









La llegada

De mala manera, la mujer ya cansada e irritada la arrancó de la teta de su madre.

Pequeñita, gimió su queja digna y felina.

Se sintió arrojada al invierno frío e inhóspito.

Y sintió eso. La fuerza interior de sus ancestros gatunos que la amaban desde su corazón de minina.

Negra, renegrida, azabache, sus ojitos celestes imaginaron el calor de un hogar y la caricia sanadora.

Desde su caminar sin rumbo, sintió el llamado de un nido amante que la esperaba. Maulló, maulló esperanzada frente a la ventana cerrada.

 Y sucedió el milagro. Un jovenzuelo soñoliento y dulce abrió la falleba y la tomó de la pancita suave y peluda. Se sintió amada.

El chico, en boxers con duendes la llevó a la cocina y le entibió leche. La minina sació su sed de madre en un instante.

Después, se acurrucaron juntos  en la cama y comenzaron a vivir esta historia de amor que recién comienza.


Esta es la historia verdadera de Radamel, mi gata negra, y mi hijo segundo, Francisco. Dedicada, con amor, a ellos dos.

Puta del alma

Puta del alma
A mis catorce años, mi madre accedió a enviarme a la corte del Rey de Francia.
Mi padre quiso abusarme varias veces, y mi madre buscó cuidarme de esa manera. Es lo que pudo, en ese momento, en ese contexto.
Silvestre y sofisticada como un lirio del campo, mi gracia natural y mi cultura deslumbraron a la nobleza.
Dominaba con facilidad variados conocimientos, era luminosa por naturaleza.
Fui feliz en ese lugar, hasta mis dieciocho años. Los poetas, músicos y pintores me respetaban.
El Rey, ya mayor, me cuidaba con celo. Sagaz, vio en mi a quien pudiera alegrar sus días con mi mundo sensible, que él empezaba a valorar, como hombre, en su madurez de varón profundo y sabio.
Cuando crecí, vino la debacle. Mi ingenua e inocente seducción de doncella, convocó a los demonios. Un conde sin valores, me tomó una noche como  su pertenencia.
El Rey se enteró tarde. Y puso las cosas en su lugar.
Mi hijo nació, precioso y dulce. Con cariño de guardiana, lo amamanté y lo cuidé hasta que el niño cumplió un año.
El conde se llevó a mi hijo, vivaz y despierto como yo, cuando ya no le serví como nodriza. Para entrenarlo como palafrenero, el hombre que cuidaría sus caballos.
Mi alma quedó destrozada en mil trozos pequeños, quemantes de dolor como una brasa, roja y oscura a la vez.
Me enojé con todo. Con los nobles, con los hombres, con la Vida.
Me sumergí sin límites, en una ciénaga de vino, opio y sexo, sin medida y sin sentido.
Diez años después, con mi lozanía intacta por la intensidad con que viví la vida, otra cortesana tuvo  una niña, y la trajo a mi nido de madre.
Reviví, renací. La amé como si fuera mi hija, la mimé, la eduqué.
Con mis manos y mi boca de hada, le enseñé bellas palabras de dulzura y paz. La niñita era muy tranquila, inteligente, activa. Serena y alegre.
Y vino después otro golpe de la vida.
Mi hijo, con su padre, vino a una fiesta.
Feliz y segura de mi misma, me presenté como su madre. 
Me miró, seco. Sin palabras ni gestos. Y siguió su camino.
Me sentí poca cosa, despreciada, humillada por el hijo amado.
Y cuando la niña fue a vivir con su padre a otro lugar, decidí que ya era demasiado.
Volví a los parajes de mi infancia. Me casé con el boticario del pueblo, con quien tuve una vida acompañada y con cariño.
Hasta mi último suspiro, pedí al Padre del Cielo y a la Madre Natura, que me dieran en otro lugar, en otro espacio, una segunda oportunidad, más alegre y dichosa.
Y aquí estoy hoy, contándote a vos, a este y a aquel, esta historia con final feliz.
Para mí y los que amo, en este presente de armonía.