Puta del alma
A mis catorce años, mi
madre accedió a enviarme a la corte del Rey de Francia.
Mi padre quiso abusarme
varias veces, y mi madre buscó cuidarme de esa manera. Es lo que pudo, en ese
momento, en ese contexto.
Silvestre y sofisticada
como un lirio del campo, mi gracia natural y mi cultura deslumbraron a la
nobleza.
Dominaba con facilidad
variados conocimientos, era luminosa por naturaleza.
Fui feliz en ese lugar,
hasta mis dieciocho años. Los poetas, músicos y pintores me respetaban.
El Rey, ya mayor, me
cuidaba con celo. Sagaz, vio en mi a quien pudiera alegrar sus días con mi
mundo sensible, que él empezaba a valorar, como hombre, en su madurez de varón
profundo y sabio.
Cuando crecí, vino la
debacle. Mi ingenua e inocente seducción de doncella, convocó a los demonios.
Un conde sin valores, me tomó una noche como
su pertenencia.
El Rey se enteró tarde.
Y puso las cosas en su lugar.
Mi hijo nació, precioso
y dulce. Con cariño de guardiana, lo amamanté y lo cuidé hasta que el niño
cumplió un año.
El conde se llevó a mi
hijo, vivaz y despierto como yo, cuando ya no le serví como nodriza. Para
entrenarlo como palafrenero, el hombre que cuidaría sus caballos.
Mi alma quedó
destrozada en mil trozos pequeños, quemantes de dolor como una brasa, roja y
oscura a la vez.
Me enojé con todo. Con
los nobles, con los hombres, con la Vida.
Me sumergí sin límites,
en una ciénaga de vino, opio y sexo, sin medida y sin sentido.
Diez años después, con
mi lozanía intacta por la intensidad con que viví la vida, otra cortesana tuvo una niña, y la trajo a mi nido de madre.
Reviví, renací. La amé
como si fuera mi hija, la mimé, la eduqué.
Con mis manos y mi boca
de hada, le enseñé bellas palabras de dulzura y paz. La niñita era muy
tranquila, inteligente, activa. Serena y alegre.
Y vino después otro
golpe de la vida.
Mi hijo, con su padre,
vino a una fiesta.
Feliz y segura de mi
misma, me presenté como su madre.
Me miró, seco. Sin palabras ni gestos. Y
siguió su camino.
Me sentí poca cosa,
despreciada, humillada por el hijo amado.
Y cuando la niña fue a
vivir con su padre a otro lugar, decidí que ya era demasiado.
Volví a los parajes de
mi infancia. Me casé con el boticario del pueblo, con quien tuve una vida
acompañada y con cariño.
Hasta mi último
suspiro, pedí al Padre del Cielo y a la Madre Natura, que me dieran en otro
lugar, en otro espacio, una segunda oportunidad, más alegre y dichosa.
Y aquí estoy hoy,
contándote a vos, a este y a aquel, esta historia con final feliz.
Para mí y los que amo,
en este presente de armonía.