La pausa de los años
Hoy, tengo una madre viejita. Y dos
hermanas mayores que yo.
Como todos los seres humanos, como
cada familia, tenemos nuestras luces y nuestras oscuridades.
Con la particularidad de una
progenitora que nunca pudo asumir su rol de madre de hijas adultas.
Siempre nos colocó en lugares de
víctimas: a esta de los golpes de la vida, a la otra de la enfermedad, a la
de más acá del trabajo. Nunca pudo
acompañarnos en la salud, para prevenir. Tener alguien sufriente y cuidarlo era su razón de ser.
Hoy, mi madre está integrando sus
aciertos y sus errores. Está perdida. Habla mucho del trabajo, siempre hay
huevos que juntar y niños que alimentar. Fue esa la historia que pudo
construir.
De vez en cuando, lanza al Universo
una frase clara: “—Hay diferentes formas de ver las cosas. Pero a veces, no se las puede respetar— “. Y sí,
a todos nos salen las sombras de la
competencia de vez en cuando.
Hay, sin embargo, algo bueno y bello en esta historia: la madre
anciana, con su pausa obligada, logra que las tres hermanas nos encontremos en
su casa. A conversar entre mujeres, en pie de igualdad. Quizás aún asoman las
rivalidades infantiles por la mirada de la madre. Pero ya las podemos nombrar.
La madurez que asoma al amanecer de los 50 nos predispone al diálogo, a la
escucha. En un modelo familiar que nos propuso ser idólatras del trabajo, la
quietud de la madre hace que las tres hermanas podamos soltar nuestra hiperactividad
insana, y que logremos disfrutar de la dicha de hablar de nuestros gustos, de
nuestros sentimientos y emociones.
De equilibrar nuestro Yin y nuestro
Yang.
De ser mujeres femeninas, al fin.