Una de hormigas
El gigante,
tatuado, largo y veloz, pasó la cortadora de césped, rugiente y voraz sobre la
colonia de hormigas coloradas. Voló la tierra, volaron los huevos recién
puestos.
Por si no lo
sabías, las hormigas coloradas, sí, esas las que pican tanto, controlan a las
negras, las “podadoras”. Estas, a su vez, podan a las plantas que sienten “sed”
o “hambre”. O falta de amor y atención, sencillamente. Para que no sufran. Así
es Madre Naturaleza, tan ecuánime, ella…!!!
Cuando el
jardinero voló el hormiguero, la Reina, solemne, pidió justicia y misericordia
para su tribu y para el enemigo.
--Que lo que
tenga ser, sea--, dijo, digna y serena.
Conocía su
poder, diminuto y potente, y confiaba en Madre Natura.
Crecían unos
pizingallos cerca del hormiguero. La dueña
de casa los tenía más o menos
controlados, gustaba de comer sus frutitos dulzones en los cálidos diciembres.
El gigante,
conocedor y respetuoso de los gustos del ama de casa, quiso esquivarlos. Y en
un gesto poco calculado, cometió el error fatídico. Levantó la máquina sobre
dos ruedas, quiso cambiar la dirección. En el camino, se encontró sobre su pie
derecho. Se escuchó un ruido estremecedor. Y el grito, la puteada. Todo se
sincronizó en un solo acto. La dueña salió presurosa, el joven se sacó la zapatilla,
y del dedo gordo se vio salir la sangre rutilante a borbotones. Los cuidados
atentos y rápidos, el viaje al hospital, el dedo con su cabeza decapitada,
limpiado, curado y vendado con delicadeza y amor.
Más tarde, cuando
el gigante y el hada madrina volvieron al lugar del hecho, vieron el pedacito
de dedo con uña que marchaba hacia el hormiguero, llevado por los pequeños insectos, en un acto justo de respeto propio y
ajeno.
El gigante,
la dueña, y el hada madrina rieron, entre azorados y aliviados.
Y fue la
paz.