Perro culpable con cara de "yo no fui". |
Un amor de entrañas...:) |
12/07/13
Historia de
un amor de entrañas
Miró a su ama con ojos de miel. El pasado quedaba atrás.
Había sido destetado a muy temprana
edad. Apenas había mamado de la leche materna. Su dueño lo compró por mucho
dinero. Era un cachorro precioso, con sus orejas grandes y lacias como las
hojas de un sauce llorón.
Pronto había crecido. Y comenzaron
los problemas. Por instinto y naturaleza, era un perro familiero y tribal.
Necesitaba del afecto humano. La mano en la cabeza, los juegos a veces torpes y
bruscos que hacen los perros y los hombres. Can Can ladraba él solo como toda
una jauría. Era muy expresivo. Quería comer, o beber agua fresquita, o salir a
la calle a soltar sus deshechos, y ladraba, fuerte y decidido. Apabullaba, con
sus ladridos…
Su dueño, estaba cansado. Llegaba
del trabajo, agotado, y el perro pedía atención…era demasiado para él. La casa
era pequeña, y el cachorro muy vital…mala combinación.
Y además, el perro del vecino…Can
Can se encontraba con él cuando se escapaba por el portón del fondo….y la
gresca era segura. Ambos perros
competían por el mismo territorio.
Hasta que un día sucedió lo
previsible. Los dos perros se encontraron en el fondo. Y fue la batalla, casi
fatal. Can Can—Yavú, era su nombre en esa época, “Fuerte” quiere decir en un
idioma ya olvidado—mostró los dientes mientras ladraba enfurecido. El mastín
del vecino contraatacó. Los dos contendientes, con toda su sangre guerrera,
danzaban la danza del dominio y de la muerte. El combate era parejo. Ninguno se
exponía más cerca de lo conveniente. Sabían que la lucha no tenía final feliz
para los dos.
La batalla se prolongaba, y Can
Can, más joven y menos experimentado, se estaba cansando. Y erró. Largó un
tarascón y mordió la oreja del rival. Este sintió tocado su honor perruno. Y
con su instinto de lobo, fue a la garganta de Can Can. Mordió, seguro de la
victoria. Clavó profundo los colmillos certeros. El cachorrón sintió que se
ahogaba. Era fuerte la presión. Dolía. Mucho. Se sintió desfallecer. Los
dientes no aflojaban. Y en un momento, sucedió lo inesperado. Can Can, con todo
su instinto de vida, mordió la pata trasera del perro, que le quedó cercana. Ya
no cejó.
Cerró sus ojos, y vio a la gentil mujercita que le diera leche y
queso el verano pasado. Sintió sus manos amorosas en la cabeza. Y percibió, con
su imaginación canina, como sus manos potentes de hembra abrían la boca de su
enemigo. Se quedó aferrado a esa imagen. Y sucedió el milagro. Las fauces del
contendiente comenzaron a aflojarse. Can Can, poco a poco, empezó a respirar.
Soltó la pata del perro, lentamente.
Ambos animales se alejaron, la
dignidad a salvo.
Goterones de sangre salían de la
garganta de Can Can. La muerte lo había rozado con sus alas blancas, y él había
reconocido su fibra de guerrero.
Una mosca azul y brillante
sobrevolaba su cuello.
Pero eso es relato de otro cuento.
Emma
Violeta Chauvy Barolin